El recorte en servicios sociales que estamos sufriendo deja desamparados, como todos sabemos, a los que mas lo necesitan y obliga, en general, a las familias a asumir toda esa asistencia que los servicios públicos dejan de prestar, siendo en las mujeres, dentro de las familias, en las que recae mayoritariamente la tarea del cuidado.
Por otra parte, con el empobrecimiento que está sufriendo nuestra sociedad, tanto por el aumento del paro como por la pérdida de poder adquisitivo de las clases media y baja, se hace necesario que la mujer aporte dinero en casa. Así, en los tiempos que corren, el que la mujer trabaje fuera de casa no solo es una forma de que su independencia económica le pueda reforzar su posición personal, familiar y social, es que además, ante la perdida de poder adquisitivo de la familia, su aporte económico se hace imprescindible. El que la mujer cobre por igual trabajo menos que un hombre o que sean ellas las que primero se van al paro pasan a ser considerados no ya un problema de la mujer, como a veces se intenta presentar, sino un problema familiar.
En estas condiciones si las mujeres, por ellas mismas o por sus familias, se ponen a trabajar por un salario y también lo hacen las abuelas, las tías y las vecinas a las que en otras condiciones podían acudir en un momento de apuro en el cuidado, en una red social efectiva de “solidaridad femenina” existente desde siempre, ¿quién queda para cubrir ese vacío en el cuidado?
Desde luego la solución no está en el cuidado por pago, porque no hay dinero. Por otra parte, en los últimos tiempos, tanto el Estado como “el sistema” (el capitalismo liberal que también nos gobierna) han dado un paso atrás frente a ese vacío; el primero abandonando compromisos anteriores y el segundo con la perdida creciente de la seguridad en el trabajo. Ambos pasan la pelota del cuidado al ámbito privado del hogar, donde quedan pocos para cogerla.
La mujer ve empeorar su situación. A su mayor precariedad laboral le suma la presión de que todos la miran a ella cuando hay que cuidar a alguien y, le suma también, el problema de la conciencia que le han metido dentro. Ella ha sido educada para ese cuidado y, en muchas ocasiones su dignidad social está en como resuelve ese papel, “olvidándose de si misma”.
Ahora la situación de la mujer puede ir más allá de lo que la psicoanalista alemana Christa Rohde-Dachser habla de la “solución depresiva femenina”: la renuncia de una mujer a sus propias necesidades con el propósito de centrarse exclusivamente en las necesidades urgentes de los demás, porque ahora la mujer no siempre puede ocuparse de los demás.
Hochschild, conocida como la fundadora de la sociología de las emociones, postula la relación entre el flujo de emociones en la vida social y el más amplio conjunto de tendencias del capitalismo moderno. Su tesis fundamental es que la emoción y el sentimiento son sociales, y que por tanto la alegría, la tristeza, etc. son en parte sentimientos sociales. Para ella es la cultura la que guía el acto que permite reconocer una sensación al proponernos qué sentimientos son socialmente posibles y cuales no. Según ella cada cultura explica y provee prototipos de sentimientos.
Quizá ahora la sociedad, ante el vacío que se está produciendo en el cuidado, tome conciencia de que se trata de un problema social que habrá que afrontar desde el Estado, o no se podrá abordar. Quizá haya llegado el momento de que la mujer, a fuerza de la imposibilidad de seguir llegando a todo, renueve su conciencia y elija un papel posible para ella. Corren malos tiempos para todos, pero quizá ahora la mujer, ante una situación cada vez más agobiante, se vea forzada a dar el paso y mirar por ella misma.
Siguiendo a Hochschild quizá sea ahora, cuando todo está cambiando y vemos en peligro todas nuestras conquistas de tantos años, el momento de empezar a caminar hacia la construcción de esa nueva cultura que de a la mujer una posición con la misma exigencia social que a sus compañeros y la libere de su propia exigencia interna.
La época de crisis no debe ser motivo para que nos venza el miedo y el desaliento, quizá ahora sea el momento de que la mujer asuma que no tiene por qué seguir, si no quiere, pagando más platos rotos que los demás por ser trabajadora y por ser mujer.